México jamás había visto un espectáculo de sangre semejante. Desde la primera batalla –el asalto a la Alhóndiga de Granaditas– la mortandad fue enorme: murieron allí tres mil insurgentes, y los defensores –más de cuatrocientos– fueron salvajemente masacrados por la hueste de Hidalgo.
La victoria en el Monte de las Cruces tampoco fue fácil. Nuevamente tres mil insurgentes cayeron en el combate. Luego vinieron los asesinatos de españoles tanto en Valladolid como en Guadalajara, tolerados por Hidalgo, quien en su proceso reconoció que se trataba de inocentes pero que había tenido que ceder ante la presión de la plebe que exigía venganza.
Además, el gobierno insurgente instalado en la capital de la Nueva Galicia expidió una orden condenando al degüello a todo español que hablare o hiciera algo en contra de la insurgencia, así como advirtiendo que se ejecutaría a todos los prisioneros europeos antes de cualquier batalla.
La respuesta realista no se quedó atrás. Los dos bandos recurrían a medidas drásticas para alimentar el terror de la gente. Calleja mandó que en cada pueblo se fusilara a cuatro vecinos por cada uno de los realistas que fuesen asesinados en ese lugar.
También el virrey Venegas colaboró en la orgía de sangre: ordenó que todos los insurgentes capturados fueran pasados por las armas inmediatamente, incluyendo a los clérigos y frailes, convirtiéndose en práctica común la ejecución de prisioneros.
Este fragmento del artículo “Apuntes sobre la independencia”, de José Manuel Villalpando, se publicó en Relatos e Historias en México, núm. 3. Para nuestros amigos interesados en el artículo