Sin embargo, no sólo a ellas se les rendía culto, sino que cada pueblo tenía su dios patrón, que era el garante de su bienestar y su protector. Existían otros numerosos cerros en los alrededores de los pueblos que también conformaban el paisaje ritual.
Esta deificación de las montañas tenía su base en la observación de la geografía y el clima de Mesoamérica. En su mayor parte, la Mesoamérica indígena constituía un territorio accidentado con enormes cadenas montañosas que se elevan sobre valles profundos.
En las cumbres de los cerros se engendran las nubes portadoras de la lluvia; nubes y niebla que también cubren los valles y las cañadas del paisaje escarpado. De la composición calcárea y volcánica de la mayor parte del territorio proviene que las cuevas sean un rasgo particularmente común de este ambiente geográfico.
Las cuevas conducen, de hecho, al interior de la tierra. Con mucha frecuencia contienen fuentes de agua cristalina, lagunas o dan acceso a ríos que corren subterráneamente.
Esta publicación es un fragmento del artículo “El mundo sobrenatural de los controladores de los meteoros y de los cerros deificados”, de la autora Johanna Broda y se publicó íntegramente en la edición regular de Arqueología Mexicana, núm. 91, titulada La religión mexica.