Iztapalapa, 7 de mayo.- María Verza, AP.- La entrada al panteón de San Nicolás Tolentino está flanqueada por letreros amarillos que advierten sobre el alto contagio de COVID-19. A un lado, un depósito de agua invita al visitante a lavarse las manos mientras guardias de seguridad controlan que ingrese sólo un familiar por difunto.
Lo único que permanece inalterable desde antes de la pandemia es el puesto donde Rafael Hernández lleva 40 años vendiendo tacos. Desde ahí antes veía pasar cinco o seis coches fúnebres al día. “Hoy llevamos diez en una hora”, dijo.
Las funerarias y los crematorios de Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la capital mexicana con dos millones de habitantes, han visto multiplicado su trabajo en cuestión de días ante el creciente número de muertos por el nuevo Corona virus en esa zona, la más afectada por la pandemia.
Tras semanas de mensajes cruzados de las autoridades y medidas de aislamiento social laxas que muchos no han cumplido, Iztapalapa ha despertado la preocupación por el impacto que podría tener el virus en una zona metropolitana donde conviven 20 millones de personas, muchas veces en espacios pequeños, con necesidad de utilizar el transporte público y ganarse el pan en mercados o actividades informales.
“Tenemos que prepararnos para la parte más, más fuerte, más fea”, explicó el doctor Mauricio Rodríguez, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Más enfermos, hospitales saturados y más muertos. Brotes familiares como el de Erika, comentó el académico, son un ejemplo.
El experto reconoció que hay cierta “esquizofrenia” en los mensajes políticos porque, a la vez que se sigue pidiendo a la población que se prepare para el pico de la epidemia, se habla de relajación de las medidas para contentar a los sectores económicos.
Pero subrayó que, desde el punto de vista sanitario, ahora es clave que los habitantes de las zonas más afectadas -la capital y sus suburbios- tengan claro que deben seguir en casa o empezar a encerrarse, si ya no lo han hecho, porque el virus puede poner muy grave a una persona en muy poco tiempo y puede que no tengan adónde acudir.
Rafael Herrera, operario de una empresa de cremaciones privada situada detrás del panteón San Nicolás Tolentino, no recuerda una situación similar en sus 25 años de oficio. Han ampliado el horario seis horas pero no parece suficiente. “Estamos trabajando de 6 de la mañana a 12 de la noche”, indicó. “No nos damos abasto”.
Los tres hornos del crematorio público del panteón también operan jornadas más largas pero algunas funerarias piden que trabajen las 24 horas. La recomendación de las autoridades es incinerar a todos los fallecidos por COVID-19 y el gobierno de la capital incluso paga por las cremaciones.
Mientras aumenta el trabajo para unos también se multiplican los dramas personales.
Erika, una abogada de 42 años, dice que se le han secado las lágrimas. Su madre murió dos semanas atrás aparentemente por COVID-19, su hermano está intubado en el sur de la Ciudad de México en estado delicado y ella espera noticias de su marido, que ingresó el lunes en otro hospital del este de la capital cuando empezó a tener problemas para respirar.
La madre, diabética, comenzó a sentirse mal dos días antes de su muerte. No hubo tiempo de hacerle las pruebas de coronavirus, pero en su acta de defunción se lee “insuficiencia respiratoria, neumonía atípica, probable 2019 n-cov (COVID 2019)”. Tuvo que incinerarla.
“Lo más crudo de todo esto es no poder homenajear a tu familiar ni acompañarlo”, agregó resignada.
Erika está convencida de que su caso no es único. “Yo creo que lo que me pasa a mí le pasa a muchas familias”, señaló la mujer que pidió no dar su apellido porque es una abogada penalista y teme repercusiones. Cree que las autoridades no informaron correctamente al principio de la crisis y no puede evitar pensar que si hubieran sabido claramente que su madre tenía COVID-19 habrían reaccionado diferente.
Tras el fallecimiento nadie de la familia pudo hacerse la prueba. A su hermano se la hicieron al ingresar al hospital pero todavía no sabe los resultados.
“Mi papá está destrozado, no duerme por mi hermano, no duerme por su esposa que se acaba de morir y ayer en el rato que ingresé a mi esposo hubo tres fallecimientos”, indicó apresurada el martes en la puerta del hospital público número 47 de Iztapalapa, donde esperaba información sobre su marido. Al día siguiente su padre tuvo que ir al hospital porque tenía fiebre, pero no hubo necesidad de ingresarlo.
En Ciudad de México hay más de 7.500 contagiados y más de 600 muertos, un cuarto de los registrados en todo el país, pero las autoridades reconocen que el número real de infectados sería mucho mayor por los asintomáticos o quienes padecen una forma leve de la enfermedad.
México ha hecho muy pocas pruebas en comparación con las realizadas en otros países, lo que hace temer a muchos expertos que el impacto de la epidemia sea mayor del que se cree. Claudia Sheinbaum, la jefa de gobierno de la capital, dijo recientemente que su administración realizaba hasta 700 test diarios.
Las autoridades federales han defendido su estrategia sobre a quién hacer pruebas y a quién no, pero eso deja a algunas familias, como la de Erika, en la incertidumbre. Muchas veces las familias deben cremar a sus seres queridos fallecidos aunque no haya llegado la confirmación de si estaban infectados o no.
El hijo de 38 años de Guadalupe Gutiérrez fue incinerado esta semana sin que la familia supiera la causa de la muerte. Gutiérrez contó que estuvo hospitalizado 11 días “por problemas de corazón y una gripa mal cuidada”, pero la recomendación de las autoridades fue contundente: había que cremarlo por si acaso los resultados de COVID-19 daban positivo.
Esta semana las calles de Iztapalapa comenzaron a verse más vacías y pese al escepticismo que todavía reina en algunos de sus habitantes, hay preocupación porque muchos no pueden hacer cuarentena o aislarse.
Uno de ellos es Christian Antonio Castillo, de 27 años. Trabaja de cocinero en el hospital público 47 y cuando dejó ingresado a su padre por falta de oxígeno en ese mismo centro decidió que no podía volver a su casa, donde conviven 20 personas y casi la mitad son diabéticas. Así que optó por dormir en su coche, estacionado junto a la tienda blanca donde otros familiares esperan noticias de sus hospitalizados día y noche.
“Siempre pensé que iba a ser yo el primer contagiado”, dijo Castillo. “Ahora todos están nerviosos, porque toda la familia convivió con él aunque en cuanto tuvo fiebre le aislamos en una habitación”.
A su lado lloran tres mujeres. Otra se acerca a las rejas cada vez que ve que a algún trabajador del hospital y se sobresalta cuando llaman a algún familiar. Mientras, por otra puerta, sigue el goteo de fallecidos.
Castillo aún no sabe si su padre está contagiado pero el miércoles estaba devastado cuando se enteró de que tuvieron que conectarlo a un ventilador y que sus pulmones estaban dañados.
“La prueba es lo de menos”, comentó. “Sólo ruego que esto termine”.